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Escrito por Indicado en la materia   
Domingo, 19 de Febrero de 2012 13:13

Por Andrés Reynaldo.-

Hace unos días, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), debatió en un panel con título de bolero, Tan cerca y tan lejos, la posibilidad de publicar en la isla a creadores del exilio. Aunque escandalosamente tardío y bastante vago en sus términos, el gesto pudiera alentar en algunos la certeza de que Cuba vive un proceso de aceleradas reformas. Bajo la audaz conducción del general Raúl Castro, dirían esperanzados, la nación avanza triunfalmente de la era de Fidel a la era de Jruschov.

La iniciativa del panel la llevaron los escritores Senel Paz, Reynaldo González y Leonardo Padura, con una intrépida participación desde las gradas de Ambrosio Fornet, entre otros, quien advirtió que la lengua determina el 94 por ciento de la identidad de una obra. (¿El restante 6 por ciento será de sodio?).

La UNEAC es un organismo oficial controlado por la Seguridad del Estado. Lo mismo reúne firmas para saludar una ronda de fusilamientos que organiza eventos para conmemorar el aniversario de Palabras a los intelectuales, la energúmena comparecencia con que Fidel fusiló las libertades de expresión en 1961: “Dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada”. La Revolución, por supuesto, es él. Pistola sobre la mesa. No se trata de un quinquenio gris, sino de medio siglo de oscuridad. A la entrada de la UNEAC debía rezar el comentario del inmortal Virgilio Piñera en aquella infame cita: “Yo tengo mucho miedo”.

Nada más loable que abogar por el reencuentro de las dos orillas de la cultura cubana, dividida por la omnímoda voluntad del dictador. Sólo que la tarea sobrepasa el marco de la UNEAC. Pertenece, por lógica, al Estado de Derecho. Extirpada la dictadura y restituidas las libertades, desaparece el problema. Por arte de magia. Cada cual escribe, pinta o canta lo que le viene en gana. Cada cual entra y sale de su patria sin necesitar la aprobación de las autoridades. Si los miembros de la UNEAC no pueden o no quieren expresarlo así, sus razones y/o sus miedos tendrán. Pero que no vengan con el repugnante eufemismo de que el cisma ha sido provocado por la intolerancia de parte y parte.

Esta tendencia a equiparar a los defensores a ultranza de las libertades con los defensores a ultranza de la dictadura es uno de los capítulos más execrables de la inteligencia oficial. De esta suerte, según ellos, irían de la mano de la culpa el ilustre buenazo de José Lezama Lima con el semianalfabeto canalla de Armando Hart, Reinaldo Arenas con Carlitos Martí, Yoani Sánchez con Lázaro Barredo y, en un caso de morboso y cuántico desdoblamiento espacio-temporal, el Miguel Barnet que fue vetado, humillado y aterrorizado, con el Miguel Barnet que hoy preside la UNEAC y sirve de papagayo en las delirantes presentaciones de Fidel.

Paz, González y Padura ejemplifican un género de intelectual cubano que paga su cuota de silencio y ambigüedad con tal de permanecer en el establishment sin llegar a disfrutar, dicho sea en su descargo, de un excesivo favor oficial. De visita en el extranjero, si alguien se interesa por saber de qué lado andan, se retuercen en evasivas convulsiones porque ellos, juran una y otra vez, no son políticos. A esta pícara neutralidad panglossiana, que no se atreven a observar en la isla (en realidad tienen exhaustivas opiniones políticas sobre todo lo que sea castristamente correcto), agregan la desfachatez de acusar de fundamentalistas atascados en el discurso de la Calle Ocho a quienes levantan su voz desde el exilio, tal como la dictadura acusa de mercenarios a quienes la levantan en Cuba.

En un descocado paralelismo, González observa que él no pudiera publicar en Miami una opinión contraria al sentir de los exiliados. Basta una visita a cualquier librería en esta ciudad para encontrar en inglés y español desde la autohagiografía de Fidel transcrita por Ignacio Ramonet hasta la última novela de Padura que, a la UNEAC lo que es de la UNEAC, sí es un hombre de talento. Los escritores seducidos por esta cruzada reconciliatoria, promete González, tendrían abiertas las páginas de su revista La Siempreviva (¡y vaya con los títulos!). Eso sí, debían guardar unas normas de respeto hacia “el sistema”. O sea, que Antonio José Ponte y Raúl Rivero pudieran volver a publicar en Cuba a condición de que se convirtieran, digamos, en Marilyn Bobes.

Es muy probable que la franca intención de este esfuerzo sea abrir caminos, romper barreras, arrancarle a la dictadura desde adentro un margen de legitimidad para la creación de la diáspora. Pero estas batallas hay que darlas sin doblez, de cara al toro. De lo contrario, a estas alturas, no pasan de ser unos macabros juegos florales, una performance de onanista transgresión adolescente. A las cosas por sus nombres. Cuba padece la más larga y recalcitrante dictadura en la historia de las Américas, en alianza con una anacrónica y esperpéntica internacional de demagogos, ladrones y terroristas. En ese tren que ruge hacia el abismo no hay asiento para la auténtica creación libre.

De cualquier modo, quizá ya la cultura cubana esté irremediable y felizmente dividida. Creo que debe quedar una muy clara memoria de esa fractura. Recordar que hubo escritores y artistas que resistieron el adocenamiento, la mentira, la cobarde trivialidad y la militante complicidad. Algunos, como Piñera y Lezama, callaron con aleccionadora decencia. Otros, como Rivero, sufrieron el escarnio y la prisión. Esos son los héroes del espíritu que honraron su estética con su ética, mientras los otros se hacían las uñas en una desamueblada torre de marfil tambaleándose sobre un charco de estiércol. Lo demás son paneles.


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