Por ANDRÉS REYNALDO.- 

Yo recuerdo el día en que murió Franco en noviembre de 1975. Las discusiones entre amigos nos dividían, a veces todavía nos dividen, entre si debíamos festejar la muerte de otro dictador o rendir tributo al caudillo que salvó a España del comunismo. Ambas categorizaciones responden al universo de los hechos y no de las opiniones.

La fecha se hace inolvidable por una anécdota que pasó a la leyenda de aquellas tertulias al final de las clases en la Facultad de Letras de la Universidad de La Habana. Uno de los contertulios, que llegaría a las altas esferas de la dictadura, iba azorándose (azoro en su grado más puro) con las comparaciones entre Franco y Fidel. Hasta que pasó del azoro al pánico y gritó histérico: "¡Asere, no vayan a decir nada que no se pueda informar!"

Casi de inmediato, aún en aquella Cuba enclaustrada en una sovietización que escandalizaba a húngaros, polacos, checos y alemanes del este, conseguíamos contemplar con envidia las transformaciones de una España en democracia. Un ejemplar de la revista Cambio 16, por ejemplo, se deshojaba de mano en mano, al precio de los cambalaches de la escasez. Mi condición de no fumador me permitía una opción preferencial de compra para acceder a las noticias de la movida madrileña, la explosión cultural, en fin, la libertad. Cambalache idóneo: humo por conocimiento.

Ya en el exilio, mi primera visita a España me devolvió los olores perdidos de mi infancia: el salado vaho de las especies y las carnes que se derrama por las puertas de las bodegas, el aroma del aserrín barriendo el piso de los bares que son santuario y ágora. Aquella prosperidad, aquel optimista ajetreo, me hablaba también de lo que Cuba pudo pero dejó de ser. Nadie, en aquella España, tendría que cambiar cigarrillos por una revista extranjera ni hablar con sus amigos sin hablar de lo que no puede informarse. Nadie tendría que escapar de aquel país cada día más moderno, más democrático, más importante.

Por décadas, la transición española ejerció una influencia normativa sobre las naciones latinoamericanas que salían de las dictaduras de derecha, menos Nicaragua. Tras la caída de la Unión Soviética, muchos opositores dentro y fuera de Cuba y hasta algunos elementos de la nomenclatura castrista soñaron con sus propios Pactos de la Moncloa. A todos, una vez más, Fidel los educaría en las brutales artes de la supervivencia totalitaria. Así Raúl. ¿Transiciones para qué?

Esa España tan celosa de sus derechos ciudadanos, sin embargo, no ha echado pie en tierra por los cubanos con la abnegada solidaridad que prodigó en su momento a chilenos, argentinos y uruguayos. José María Aznar, el único jefe de Gobierno que trató a Fidel como lo que era Fidel, constituye la confirmante excepción de la regla. A la madeja de los intereses españoles ligados a la oligarquía castrista, que son muchos, se une la soterrada hebra del antinorteamericanismo decimonónico. Lo vemos en Rusia y China: los imperios tienen buena memoria para las humillaciones.

¿Qué puede esperar Cuba, hoy por hoy, de España? No más de lo que España puede esperar de sí misma. La presidencia de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias marcan la reversión del socialismo atlantista, ecuménico y centroeuropeo de Felipe González hacia el autoritarismo cutre, agresivo y mesiánico del Socialismo del Siglo XIX. El paradigma ya no es Willy Brandt sino Hugo Chávez. Dos generaciones de españoles marinados en la salsa de la academia y los medios dominados por la progresía pugnan por establecer una receta para el desastre. Si me perdonan la metáfora culinaria, el ascenso de Iglesias indica que ya el país está para la sartén.

Como observaba un comentario del periódico ABC, a poco de la exhumación de los restos de Franco, el rey Felipe VI se retrata en Cuba al pie de la imagen del "Che" Guevara. Todo, en esta visita, es circo. Con el elefante de la opresión castrista apenas disimulado tras las cortinas. Creo que tampoco me voy a olvidar de este día.

DIARIO DE CUBA