Las Damas de la redención Imprimir
Escrito por Indicado en la materia   
Martes, 04 de Octubre de 2011 14:24

Andrés Reynaldo

El día de la Virgen de las Mercedes, patrona de los presos, las Damas de Blanco no pudieron salir a misa. Como es habitual, una turba organizada por las autoridades y agentes de seguridad les cerró el paso a golpes, empujones y escupitajos. Esta vez, el turno de porristas tocó a los estudiantes universitarios; entre ellos (¡no faltaba más!) alumnos de la Facultad de Derecho. Un amplificador de sonido impregnaba la calle con fragmentos de discursos de Fidel. Difícil encontrar otra escena que ilustre mejor el grado de encanallamiento que la dictadura de los hermanos Castro le ha impuesto a tres generaciones.

En cualquier otro país, la Iglesia Católica y el Vaticano hubieran alzado su vehemente protesta. Pero no en Cuba. El silencio de los obispos de la isla y, en particular, del cardenal Jaime Ortega Alamino, arzobispo de La Habana, raya en la apostasía. Nunca en América Latina una dictadura había conseguido alejar a una Iglesia de su protectora misión de manera tan minuciosamente abyecta. En sus últimas declaraciones, Ortega ha disculpado a las autoridades centrales de cualquier papel en recientes y brutales ataques a la oposición pacífica en las provincias orientales. De paso, advirtió que la Iglesia no apoya ningún intento de cambiar el status quo. Así, nuestra jerarquía católica ha transitado del credo de Jesús al credo de Caifás.

Mucho ha cambiado la fibra moral del cubano desde 1959. La Iglesia que durante la lucha contra Fulgencio Batista fue refugio y, en no pocas ocasiones, bastión conspirador, ahora se parte de la risa haciéndole comparsa a Raúl Castro en el destierro de los disidentes. Los universitarios, ayer la abnegada y autónoma vanguardia de las causas nobles, hoy sirven de brazo paramilitar a una cúpula octogenaria y corrupta que apenas puede organizar el día a día entre la renuencia al cambio y el aterrado afán por ofrecer una apariencia de cambio. Exquisitos poetas glorifican las Palabras a los Intelectuales de Fidel Castro en 1961, un documento reaccionariamente pedestre incluso en la esfera del pensamiento estalinista. Trovadores que se oponen a la pena de muerte en el resto del mundo se apresuran a firmar un manifiesto a favor del fusilamiento de tres jóvenes negros que intentaron robar una lancha para escapar a Miami. Los jueces no se atreven siquiera a hacer valer a favor de los ciudadanos las espurias leyes de un gobierno ilegítimo y las cantantes de boleros confiesan a la prensa que el sueño de sus vidas es cantarle en la intimidad al Comandante.

En el exilio también se cuecen habas. Tenemos millonarios que van a refrescar sus vanidades políticas a Varadero y regresan conmovidos de que no les hayan pateado el trasero, poetisas de rango casero que acuden a La Habana para hacerse escuchar por estupefactos jóvenes llevados en guaguas desde sus escuelas, cubanólogos que teorizan acerca de “los cambios que no se ven” y el efecto benéfico de la revolución (ni de broma le dicen dictadura) sobre nuestra identidad. Tenemos mercaderes de arte y mercaderes del diálogo, aspirantes a presidentes que todavía le hacen carantoñas a la nomenclatura en aras de sacar su tajada de un hipotético proceso de transición y periodistas y blogueros que se dedican a pintar a los exiliados de Miami como la tranca en la rueda de la reconciliación nacional. Dándole la vuelta al verso de Nicolás Guillén: tenemos lo que no teníamos que tener.

Por cínico que parezca, si una ganancia ha podido sacarse de nuestra espeluznante tragedia, es que hemos llegado a un punto donde ya no sólo hay que hablar de reconstrucción económica y restauración democrática, sino principalmente de refundación nacional. El castrismo ha probado la devastadora capacidad del tradicional discurso revolucionario cubano, al igual que su intrínseca irresponsabilidad y, en suma, su palmaria ignorancia de las características y realidades de la nación. Hemos perdido más de un siglo matándonos, excluyéndonos y arruinándonos la mutua hacienda en aras de una patria con todos y para el bien de todos cuando gozábamos de las condiciones insulares y externas, los talentos y la voluntad ética para lograr en paz una patria con cada uno y para el bien de cada uno.

Ebrios de una esperpéntica misión en Nuestra América como valladar frente a Estados Unidos echamos por la borda una relación privilegiada por la posición geográfica y los vínculos culturales y comerciales que, pese a insoslayables intromisiones en nuestra soberanía, fue una garantía de estabilidad y una constante fuente de superación y riqueza. La permanencia de Fidel se debió a su habilidad para encarnar ese espíritu revolucionario (de prematuros rasgos fascistas) que corrompió, al principio con una demagoga construcción romántica y luego casi siempre a punta de pistola, la conciencia crítica que pugnaba por fraguar entre nuestras elites desde mediados del siglo XIX. Acaso sea una labor de décadas, pero el discurso político cubano no podrá ofrecer un camino racional, plural y moderno hasta que las nociones y figuras que han perpetuado esa cultura mesiánica, imperativa y a fin de cuentas abusiva sean sometidas a un descarnado análisis. Con una informe poética y un ideario de tertulia de la España de charanga y pandereta, en los excesos de esa tradición se ocultan abominables mentiras y un patológico anhelo de aniquilación.

¿La transición? Ya está hecha. La dictadura ha logrado sin tropiezos la sucesión dinástica, con una desembozada tendencia al nepotismo. ¿Los cambios? Saltan a la vista. Tanto socialismo como sea necesario para dominar al pueblo y tanto capitalismo como sea necesario para mantener a la familia gobernante. La fórmula es terriblemente aceitosa y el poder se les está resbalando de las manos. Mientras tanto, el más visible vestigio de redención moral, la única manifestación de una identidad forjada en nuestras auténticas virtudes y nuestros posibles proyectos, el frágil puente entre la Cuba que pudo ser y la que quizás ya nunca será, son esas mujeres vestidas de blanco empecinadas en ir a misa.


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