¿Unidos por el socialismo? Imprimir
Escrito por Indicado en la materia   
Jueves, 17 de Mayo de 2012 09:50

Por René Gómez Manzano.-

En días pasados, Fidel Castro publicó una reflexión intitulada “El 67 aniversario de la victoria sobre el nazi

fascismo”. En ese trabajo, más breve de lo acostumbrado, el ex Máximo Líder hace una apretada síntesis de creencias que resultan usuales dentro de la extrema izquierda universal.

Una de esas afirmaciones concita de modo especial mi atención. Aludiendo a la desaparecida URSS y su victoria en la guerra, el autor escribe: “La colosal hazaña era fruto del heroísmo de un conjunto de pueblos que la revolución y el socialismo habían unido”. Este dogma es uno de los más extendidos y publicitados por el “progresío” internacional, lo que, como es natural, no significa que se acerque siquiera a la realidad.

Naciones tan disímiles como la rusa, las del Cáucaso o las de cultura musulmana del Asia Central, “se unieron” muchísimo antes de “la revolución”, cuando ni siquiera se pensaba en el socialismo. Su amalgamación fue obra del viejo régimen zarista, que, en plena arrebatiña de las grandes potencias, se creó un imperio colonial que por su extensión no tenía nada que envidiarle a los de Inglaterra o Francia.

No obstante, entre aquél y éstos hubo una diferencia sustancial: Los países de Europa Occidental tenían que adquirir nuevos territorios en continentes lejanos, pues sus vecinos eran estados desarrollados cuya conquista habría sido harto difícil. La Rusia de los autócratas no, pues en sus mismas fronteras halló numerosos pueblos pequeños y débiles que fueron presa fácil.

Por consiguiente, el imperio colonial zarista gozó de continuidad territorial. Esto, unido al régimen despótico que imperaba de manera homogénea en toda su extensión (a diferencia de Inglaterra o Francia, democráticas en lo interno, pero autoritarias en ultramar), sirvió como elemento inicial para enmascarar la verdadera esencia de las relaciones establecidas entre Moscú y su periferia.

Al triunfar la Revolución de Octubre, algunos trozos del gigantesco estado ruso lograron alcanzar su independencia, pero el resto permaneció sometido al Kremlin. Poco después, una maniobra, genial en su maquiavelismo, completó el disfraz: El penúltimo día de 1922 se constituyó la URSS. Al pasar los años, se crearon nuevas repúblicas federadas y autónomas, con lo que se terminó el proceso de maquillaje.

La teoría indicaba que se trataba de un estado federal, cuyas partes integrantes, de acuerdo a la Constitución, tenían incluso el derecho a abandonar la Unión. En realidad, pocas veces se ha visto un régimen tan centralista y absorbente como ése. Esto llama más la atención si tenemos en cuenta que se trataba de un país inmenso.

Desde luego, para que el enmascaramiento mantuviese su perfección, se observaban con meticulosidad las reglas no escritas de la liturgia comunista: era siempre algún aborigen quien encabezaba las llamadas repúblicas nacionales. Lo que no admitía discusión era el control absoluto ejercido desde el Kremlin moscovita. Esas colonias tenían —pues— el carácter de verdaderos protectorados. Sucedía en ellas lo mismo que en Marruecos o Túnez, donde reinaba un monarca autóctono, pero bajo el dominio total de los franceses.

La ocultación de la verdad fue tan exitosa, que al producirse el proceso de descolonización masiva en las África y Asia de los años sesenta del pasado siglo, muchos líderes independentistas consideraron de buena fe a la URSS como su gran aliada en la lucha por la emancipación. ¿Y los ucranianos, bálticos, kazajos y uzbecos? Bien, gracias.

Durante la Perestroika se puso de manifiesto la verdadera naturaleza de la URSS como el último gran imperio colonial subsistente en el planeta. La decisión del Sóviet Supremo de Lituania para independizarse, fue desconocida de manera olímpica por la dirigencia del Kremlin, pese a que —como ya vimos— ese derecho lo reconocía la Constitución. No obstante, poco después, cuando Rusia tomó igual decisión, la Unión Soviética “se desmerengó”, como diría el propio Castro.

En cuanto al heroísmo demostrado por muchos representantes de esos pueblos sometidos durante la Segunda Guerra Mundial, no debe despertar nuestro asombro. ¿Acaso no era proverbial el arrojo que mostraban —digamos— los soldados senegaleses que servían a Francia! ¿O los moros en España; o los indios en el Ejército Británico?

Eso son meras anécdotas en el devenir de los acontecimientos humanos. Lo que sí tuvo verdadera importancia histórica universal fue la culminación del proceso de descolonización de los pueblos sojuzgados, que comenzó con la admirable Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776, continuó en Nuestra América en el siglo XIX y culminó con la feliz disolución de la URSS.