Una calabaza para Gerardo Imprimir
Escrito por Indicado en la materia   
Domingo, 05 de Julio de 2020 00:26

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Por FRANCISCO ALMAGRO DOMÍNGUEZ.- 

Cultivar hortalizas y frutas dentro de las ciudades es casi tan viejo como la humanidad. Cuando la civilización se hizo sedentaria, y las grandes poblaciones se ubicaron cerca de los ríos y los lagos por razones obvias, la agricultura citadina comenzó a abastecer a quienes se protegían detrás las murallas. Quizás sean los Jardines Colgantes de Babilonia uno de los antecedentes más remotos. En esa maravilla del mundo antiguo se cosechaban frutas, dátiles y cocoteros 26 siglos atrás. Tenochtitlán, en el Nuevo Mundo, poco tenía que envidiar a los mesopotámicos: su técnica de cultivo en chinampas abastecía de granos y frutos frescos desde antes del siglo XV a unos 100.000 habitantes.

En la medida que crecía la población, el consumo y la diversidad de alimentos hizo insuficiente la agricultura en las ciudades. Los campos fuera de las murallas se convirtieron en la fuente primaria de alimentación. Para las grandes urbes quedaron las flores y los arbustos que daban sombra en verano; las palmas y algún limonero, de esos que en los patios están hechos para una refrescante limonada —no la base de todo, sino simple limonada—.

Hace pocos años la agricultura familiar en las grandes ciudades ha visto un resurgimiento. La FAO, organización responsable de la agricultura en el mundo, recomienda este tipo de práctica. Las razones son simples: allí donde se puede, la cosecha de hortalizas, vegetales y frutas esta literalmente al alcance de la mano, ahorrando transporte y garantizando que lleguen frescos los productos a la mesa; no hay necesidad usar fertilizantes ni grandes cantidades de agua; el cultivador hace ejercicios físicos, y frente a la maceta, al pequeño surco domiciliar, se desestresa. En ciertos patios los vecinos comparten parcelas, y la cosecha en común facilita la socialización.

Hasta aquí las recomendaciones de la FAO, válidas para cualquier país, ciudad, pueblo. Lo que parece un absurdo es cultivar en una pequeña parcela en la casa o detrás del edificio cuando más de la mitad del terreno cultivable del país está lleno de marabú o la salinidad lo ha tornado improductivo. El absurdo es todavía mayor cuando hablamos de Cuba, un archipiélago en el Caribe con un clima estable todo el año, y hasta hace unas décadas, ríos y embalses naturales capaces de irrigar grandes llanuras en el centro y occidente de la Isla.

Como ha sido publicado en estas páginas, y comentado por expertos, la única solución al problema del desabastecimiento alimentario es permitir que quienes producen sean los dueños reales de sus productos, y gestionen la venta y los pagos de la mercancía. Esto que parece una perogrullada va rumbo de colisión con los intereses de una sociedad feudalsocialista donde hay un solo dueño —el "pueblo": engañadora entelequia, no de Prado y Neptuno—. Los campesinos no son una clase revolucionaria-involucionaria. Por su naturaleza intrínseca, en una sociedad moderna, son propietarios: dueños de lo que producen con sus propias manos.

En la invitación que con denuedo hacen las autoridades cubanas al cubano deambulante para convertir patios y solares yermos en microfincas autoabastecedoras hay mucho de déjà vu, de lo ya visto. Hace 30 años atrás fue lo mismo. Y 30 años antes muchos lo vivieron. Entrabamos en ese túnel mal llamado Periodo Especial, y si tomáramos un periódico de aquellos días, podríamos leer exactamente los mismos titulares, las mismas consignas, el triunfalismo delirante y la poca o nula autocritica.

Fue la época de entregarle a las familias pollitos recién nacidos para criarlos en casa —casi ninguno sobrevivía—; cerdos en bañaderas y azoteas, enmudecidos quirúrgicamente; la gente de la ciudad marchando al campo, no para cosechar, sino para el trueque al estilo medieval: el único y viejo abrigo cambiado a los campesinos por unas libras de frijoles y una ristra de ajos.

Muy malos deben ser los pronósticos reales, lo que se sabe solo dentro del Palacio de la Involución, para que el régimen cubano haga una nueva puesta en escena sobre la agricultura familiar y el autoabastecimiento. Para que los mandantes crean que el alzheimer social ha alcanzado a los sobrevivientes varados en la Isla, testigos de los tiempos del Polivit, la masa cárnica, el frikandel y los apagones de ocho por ocho.

Dos cosas pueden inferirse de este remake: una, confían en la mala memoria de los cubanos, en su docilidad adquirida; dos, serán capaces de contener cualquier explosión social causada por el hambre y la desesperación sin hacer cambio alguno. Creen que la lasaña de casabe, como antes fue el cerelac o el picadillo extendido o de soya, podrán sustituir las pastas, el vasito de leche invisible, y la carne escurridiza; que nadie saldrá a la calle dando cacerolazos con el módulo de cocción y la junta del refrigerador podrida colgada en el pescuezo. Tienen la certeza de que en pocos meses habrá un cambio político en EEUU, y que los turistas gringos regresarán a montar los almendrones y otras ternuras tropicales.

Por lo pronto, el exavispa Gerardo Hernández, ha sido la cara visible de esta nueva invitación en medio del Periodo Especial II, aderezado por el Covid-19: sembrar una calabaza por cada CDR para que cada cubano pueda probar la cucurbitácea. Debe ser una broma —Gerardo también se hace llamar humorista gráfico—. O no. Lo dice muy serio. Tan serio que no ha recibido muchos likes por una idea tan poco original. A él es a quien le han dado calabazas. Tal vez mucho de sus admiradores, tras esas declaraciones que recuerdan el pollicidio y la soyalizacion del Periodo Especial I, quieran decirle: "¡Concho, Gerardo, te juzgue melón y me saliste calabaza compadre!".


Este artículo apareció en el blog Habaneciendo. Se reproduce con autorización del autor.

Tomado del DIARIO DE CUBA

Última actualización el Lunes, 13 de Julio de 2020 14:23