La salida de Raúl Castro, el fin de una era Imprimir
Escrito por Indicado en la materia   
Viernes, 12 de Enero de 2018 13:15

El primer vicepresidente cubano, Miguel Díaz-Canel es uno de los candidatos a ocupar la presidencia. (EFE)

Por YOANI SÁNCHEZ.- 

Pese al hastío de los cubanos ante el relevo presidencial, el final del personalismo de los Castro traerá cambios en la forma de gobernar.

“Seis décadas son toda una vida”, sentencia Facundo, un jubilado cubano que vende la prensa oficial en La Habana Vieja para contrarrestar su baja pensión. Nacido poco antes de que Fidel Castro llegara al poder, el hombre recela del nombramiento de un nuevo presidente en abril próximo. “Eso va a ser como aprender a caminar”, asegura, mientras pregona el diario oficialista Granma.

Como Facundo, buena parte de los cubanos que residen hoy en la isla nacieron bajo el castrismo o apenas recuerdan el país antes de enero de 1959. La salida de Raúl Castro del gobierno [primero anunciada para febrero de 2018 y luego aplazada hasta abril] tiene para ellos las connotaciones del fin de una era, con independencia de la ruptura o continuidad que manifiesten los sucesores que se instalen en la sala de mando nacional.

A pocas semanas de que el traspaso presidencial se haga efectivo, la indiferencia gana terreno entre los habitantes de una nación que ha tenido la dinastía familiar en el poder más prolongada de América Latina. Un momento que debería ser de expectación y especulaciones se está diluyendo en medio de la apatía y de la complicada situación económica que atraviesa la isla.

A diferencia de otros países del continente que han vivido encendidos comicios regionales o generales en los últimos años, el proceso electoral cubano no genera encuestas para determinar la inclinación del electorado ni motiva debates en los medios de comunicación. La sensación que sobrevuela es la de una “jugada cantada” con la que se busca preservar el control en manos de un grupo.

El hastío viene también de que la ley electoral vigente prohíbe las campañas políticas y todo intento de publicación de un programa de gobierno que entusiasme a unos o escandalice a otros. Sin ese componente esencial, el proceso tiene más de confirmación que de selección; más de tácito nombramiento que de competencia.

Solo en abril, cuando se haga público el nuevo Consejo de Estado, se sabrá quiénes optan a la máxima magistratura del país. Hasta el momento, la composición de esa instancia es solo una especulación que se mueve según los medios oficiales presten más atención a un funcionario o saquen del centro de los focos a otro. La adivinación política se vuelve una práctica muy inexacta por estos lares.

Encima de eso, los candidatos a sentarse en la silla presidencial disfrutarán de su condición de aspirantes apenas durante un breve tiempo, quizá las horas o los minutos que medien entre que la Comisión Nacional de Candidaturas revele sus nombres al nuevo Parlamento y que este vote para aprobar la propuesta. Su breve carrera hacia la presidencia durará un suspiro.

Así ha sido desde que en 1976 quedó constituida la primera Asamblea Nacional del Poder Popular, momento en que Fidel Castro proclamó que cesaba “el periodo de provisionalidad del Gobierno Revolucionario” y el Estado socialista adoptó “formas institucionales definitivas”. En 1992 la nueva ley electoral modificó algunos detalles, pero mantuvo la esencia monopartidista del sistema y su blindaje contra todo tipo de sorpresas.

El fin del personalismo

Sin embargo, la novedad de las actuales elecciones no estriba en qué puede ocurrir fuera del guion, sino en que por primera vez la persona que ocupe la silla presidencial es muy probable que no lleve el apellido Castro. Son mínimas, también, las posibilidades de que pertenezca a “la generación histórica de la Revolución”, formada por un reducido grupo de octogenarios.

Junto al nuevo mandatario llegarán al Consejo de Estado figuras que sustituirán el núcleo duro de la gerontocracia. Un conciliábulo donde el exceso de años se ha justificado con el argumento de la experiencia acumulada, cuando en realidad la permanencia de estos veteranos se basa en su probada lealtad, antes a Fidel Castro y ahora a su hermano Raúl.

La biología, en su pragmático quehacer, parece haber impuesto nuevas reglas y ha llegado la hora del relevo, pero no hay señales de que la renovación de rostros implique una transición política. De hecho, todo el que se haya proyectado como un reformista no aparecerá en la fugaz lista de candidatos que, de forma previsiblemente unánime, será aprobada por el Parlamento en abril.

Como se advertía antes de accionar las cámaras del siglo pasado “el que se mueve no sale en la foto”; y todo aquel que haya mostrado rasgos de pensar con cabeza propia o querer marcar con una impronta nueva su mandato será apartado. Tal y como ocurrió en 2009 con el vicepresidente Carlos Lage y el ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Pérez Roque, posibles benjamines defenestrados.

Si de dichos se trata, vale la pena también repetir el mítico “y sin embargo se mueve” de Galileo Galilei. Luego de seis décadas de que el país ha sido gobernado por un régimen no solo totalitario, sino además personalista, quienes asuman el mando tendrán que hacerlo de forma colegiada, ante la ausencia de una figura que aúne en sí misma ascendencia histórica, capacidad de mando y el consenso de la cúpula para que timonee sin supervisión.

Durante los casi 50 años que Fidel Castro detentó el poder en la isla, lo hizo desde el voluntarismo y el capricho. En ese tiempo apenas si se realizaron consejos de ministros y el país se gobernaba desde la puerta de un jeep soviético por donde se asomaba el máximo líder a impartir sus “preclaras orientaciones”. Su omnímodo poder lo llevaba a decidir desde el modelo de los uniformes escolares hasta la forma en que las amas de casa cocinaban los frijoles.

Cuando participaba en las sesiones del Parlamento, el único que parlaba era él y lo hacía implacablemente durante horas, malgastando en la práctica el turno de participación de los más de 600 diputados. Acaparó todas las carteras, influyó con su deseo en cada sector y vació las instituciones de cualquier posibilidad de decidir. Fidel Castro dirigió el país con la punta de su dedo índice, sin que nadie más pudiera influir en el derrotero nacional.

Son muchos los testimonios que narran las ocasiones en que se reunía con sus subalternos inmediatos, donde llovían las palabrotas y las amenazas si no se cumplían sus designios. El puñetazo sobre la mesa sepultaba toda posible discrepancia y los asentimientos o los aplausos eran la única respuesta posible. “Sí, Fidel”. “Desde luego, Jefe”. “A sus órdenes, Comandante”.

Cuando Castro enfermó y se vio forzado a retirarse de la vida pública, en julio de 2006, Raúl introdujo el hábito de consultar. Durante los 10 años que ha gobernado realizó más reuniones de los consejos de ministros y convocó a un mayor número de plenos del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC) que todos los que se realizaron por casi medio siglo.

«Un régimen dinástico no se hereda ni se delega, solo sobrevive si se mantiene anclado a un árbol genealógico»

Esa proclividad al trabajo en equipo no hace del menor de los Castro un demócrata, pero al menos dio la impresión de que, aunque no renunciaba a imponer su voluntad, estaba en la posición o en la necesidad de compartir decisiones. Sus llamados a hacer cambios “paulatinos” y “graduales” para mejorar la economía del país le granjearon una reputación contraria a la que tuvo su hermano. Aquel era como un huracán irreflexivo, este una deslucida llovizna que ni moja ni refresca.

Sin embargo, le tocó al pequeño de los Castro liderar el deshielo diplomático con Estados Unidos. El hito de su mandato y por el que pasará a la historia no fue –vaya ironía– la ansiada transición democrática en la isla, sino el haber arreglado el problema con el gran vecino del Norte. Una conquista que se disolvió en los últimos meses con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y el estallido del escándalo de los ataques acústicos que, supuestamente, sufrieron diplomáticos estadounidenses en La Habana.

Para colmo, el gran aliado venezolano también le ha enturbiado los días finales al presidente cubano. La caída en picado de las importaciones petroleras a la isla, junto al desprestigio creciente de la llamada “revolución bolivariana” y la salida del poder de varios aliados políticos en la región han hecho que el escenario del “adiós” sea muy diferente al que proyectara.

En medio de un contexto adverso, todo el peso del futuro cubano recae en la decisión que se tome a la hora de traspasar el poder. Aunque el oficialismo pretende mostrar que lo tiene todo “atado y bien atado”, un sistema tan basado en la voluntad de un clan familiar tiene serios problemas con los rostros nuevos. Un régimen dinástico no se hereda ni se delega, solo sobrevive si se mantiene anclado a un árbol genealógico.

De ahí las especulaciones sobre el posible ascenso de Alejandro Castro Espín, hijo del actual presidente y una figura oscura a la que se le atribuye el control policial del país o la gestión de la temida Seguridad del Estado. No obstante esa posibilidad, su padre está entrampado en la imagen de institucionalidad –por encima de la genética– que quiere mostrar. Sabe que un relevo sanguíneo lo protege, pero que también terminará por sepultar cualquier narrativa de la revolución, para enfatizar el carácter de dinastía familiar.

Más allá de quién asumirá el más alto cargo del país, estará obligado a ponerse de acuerdo con otros, a gobernar bajo la mirada inquisitiva de terceros. No le quedará más remedio que discutir para lograr consensos, en un escenario donde nadie tendrá el derecho de golpear la mesa con sus puños ni de lanzar una mirada amenazante al preguntar si hay discrepancias alrededor de su opinión.

¿Un futuro para Miguel Díaz-Canel?

La gran incógnita sigue siendo el nombre del agraciado, o la agraciada, aunque todas la apuestas apuntan a Miguel Díaz-Canel, actual primer vicepresidente cubano. Nacido en 1960, el posible heredero es un fiel producto del laboratorio de los cuadros políticos, alguien amamantado en las ubres del PCC y apegado al guion oficial, sin separarse ni una línea.

El delfín cubano puede ser considerado un hombre gris, sin carisma ni voluntad propia, que proyecta la imagen de un continuista. Ha llegado hasta donde está gracias a esa proyección y es poco probable que se destape como un Mijail Gorbachov ni como un Lenín Moreno, una vez que llegue a la silla presidencial. En lugar de eso, su ascenso está rodeado de cuestionamientos y suspicacias que le llueven desde la oposición.

Un sector de la ilegalizada disidencia sostiene que “hasta que no cambie lo que tiene que cambiar no ha cambiado nada” y que el traspaso de poder será una representación teatral para mostrar al mundo, aunque nada va a moverse ni un milímetro en la represión política y la falta de libertades.

Este punto de vista tiene su base en que Raúl Castro seguirá siendo el primer secretario del PCC que, según la Constitución, “es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”. Aunque la biología apunta a que es poco probable que logre permanecer en ese cargo hasta que se realice el octavo congreso, en 2021, cuando estará a punto de cumplir 90 años.

De manera que, para continuar la tradición de los países socialistas de concentrar en una sola persona los más altos puestos gubernamentales y partidistas, resulta más que previsible que antes de que finalice su mandato al frente de la organización política convoque a un congreso extraordinario para unificar los mandos.

Puede ocurrir también que, por primera vez en décadas, la persona nombrada al frente del PCC sea otra que la que ostenta la presidencia. Una bicefalia que fragiliza al sistema y generará más de un encontronazo de autoridad.

Entre el leve optimismo de pocos, la desconfianza de la oposición y la indiferencia de la mayor parte de la población, solo falta esperar a ver qué se decide en abril. Si la fecha se convierte en un parteaguas o en un nuevo capítulo de “más de lo mismo”.

Lo que no tiene discusión es lo difícil que será para los relevistas concluir las asignaturas pendientes que deja el actual gobierno. Quizá la mayor dificultad sea la de acometer las imprescindibles reformas en la economía cumpliendo las promesas de continuidad que, como obligatoria reverencia, tendrán que hacer al asumir sus cargos.

Más complejo será introducir cambios políticos. Tal vez deban esperar a una probable reelección en la que, si todo sale a pedir de boca, tendrán que competir con las plataformas de otros candidatos, de esos posibles presidentes que laten escondidos en la realidad cubana, a la espera de un marco legal que les permita batir al viento sus programas de gobierno. ●

14 Y MEDIO

Última actualización el Domingo, 14 de Enero de 2018 22:08