Por una unidad concreta. Insistiendo sobre la transición Imprimir
Escrito por Indicado en la materia   
Domingo, 18 de Agosto de 2013 13:15

Por Alexis Jardines.-

Del panorama castrista:

A diferencia de etapas anteriores en la historia revolucionaria, ya hoy no se puede obviar el malestar y el desinterés de la gente por el proyecto castrista. La gran ilusión se estrelló contra la realidad y nadie mejor que los dirigentes cubanos para constatarlo, de manera que estos se preparan para el cambio en las condiciones de gobernabilidad, para una sucesión y no propiamente para una transición real a la democracia. Repárese, a modo de ejemplo, en estos nada sutiles pasos de Raúl Castro:

Primero, se lleva a cabo la campaña pro Mariela Castro Espín con el propósito de atraer la opinión pública mundial y convertir a la directora del CENESEX en figura mediática, capaz de seducir a las democracias capitalistas; segundo, Mariela es catapultada sin más a la Asamblea Nacional del Poder Popular; tercero, se inicia la costosa restauración del Capitolio Nacional de La Habana como sede del órgano de poder antes mencionado; cuarto, es removido del cargo de Presidente de la Asamblea Nacional el veterano Ricardo Alarcón de Quesada. La conclusión de esta suerte de silogismo es obvia: Raúl ha puesto los ojos en su propia hija para dirigir el Parlamento cubano.

La misma lógica, aplicada retroactivamente, nos convence que nunca se pensó en el gris anciano de Machado Ventura para un cargo que lo excedía con creces como el de Vicepresidente de la nación. “Machadito” solo le hizo un favor a su entrañable amigo Raúl, a saber: ocupar el lugar hasta que Miguel Díaz-Canel Bermúdez estuviese preparado. Semejante movimiento estratégico incluía, entre otros tantos detalles, el lavado de la desacreditada imagen de dirigente partidista y su sustitución por el venerable, inocuo e ilustrado puesto de Ministro de Educación Superior. Con estas dos fichas (Mariela y Díaz-Canel) posicionadas en tales cargos, Alejandro Castro Espín ―probablemente, el hombre más poderoso de la Cuba actual― tendría grandes posibilidades de concretar sus aspiraciones políticas, aun en el caso de encontrar resistencia en el cuerpo de generales. Por este camino, el más probable de los escenarios, Cuba no iría hacia una democracia, sino hacia una dinastía nepotista. Entre lo que más le preocupa en estos momentos a Raúl Castro, a juzgar por sus intervenciones públicas, está el necesario cambio de mentalidad ―a lo Gorbachóv― que demandan sus virtuales reformas. Sin ese cambio, al parecer, sus herederos no podrían gobernar ni tampoco la Cuba revolucionaria tendría posibilidades de transformarse en el socialismo empresarial con el que sueña el actual presidente y donde sus familiares y allegados se convertirían en los “legítimos” dueños de los monopolios estatales ya en condiciones de hibridación postcomunista. Es claro que en Cuba, a diferencia de la antigua URSS, no habrá un Yeltsin, antes bien tendremos una réplica de la dinámica de poder Putin-Medvéiev, encarnada en la dupla criolla Mariela-Alejandro. Díaz-Canel podrá llegar a ser presidente, pero su tiempo de mandato ya está planificado. No obstante, como no todo se puede controlar, queda abierta la posibilidad de un pacto tras bambalinas con el enemigo por parte de algunos altos dirigentes y/o Generales que, entre otras cosas, no admitan subordinarse al benjamín.

¿Para qué se hace necesario un cambio de mentalidad a lo raulista? «…Para erradicar conceptos erróneos entre la población y los cuadros o dirigentes», ha dicho el propio Raúl. Ahora bien, para nosotros el problema surge porque los conceptos que se pretenden erradicar son, justamente, los que pudieran apostar por un proceso realmente renovador. Se trata de una operación de enmascaramiento dentro del panorama general que vengo llamando desde un inicio “maniobras”, en lugar de “reformas”. El sector inmovilista (los burócratas) según algunos ideólogos del raulismo, funciona como una nueva oposición, aunque con intereses contrarios a la disidencia política. Rafael Hernández es algo más explícito: «Se trata de burócratas que resisten la política de cambios sin enfrentárseles, pero manteniendo cortapisas y huelgas de brazos caídos, defienden sus espacios amenazados». Esteban Morales también se ha pronunciado en contra de aquellos que atentan contra las reformas, calificándolos de contrarrevolucionarios y opositores. En el sector inmovilista, según interpretación de Carlos Alzugaray, «…pueden militar burócratas junto a nuevos ricos corruptos que se beneficiaron de la incapacidad de control del anterior modelo centralizador […] También los que no están de acuerdo por razones ideológicas, que están en la sociedad civil».

De modo que en el saco de la burocracia y del sector inmovilista en general descubrimos a la parte de la sociedad cubana que justamente exige transformaciones a nivel de fundamento, reformas estructurales en lo económico y en lo político. Es sorprendente notar cómo se atreven a caracterizar de inmovilista al único sector dinámico de la sociedad: no se trata de burócratas, sino de gente emprendedora, de activistas y opositores políticos que arriesgan sus vidas por cambios reales.

En este contexto de enmascaramiento hay que entender el novísimo concepto de oposición leal (al régimen, se entiende) enarbolado no solo por los ideólogos del raulismo, sino por los grupos de apoyo como CAFE y Espacio Laical. Arturo López-Levy se pronuncia por una oposición semejante, cuyo rasgo característico sería no solo la lealtad, sino el estar dentro del sistema. Rafael Hernández, por su parte, considera que esta oposición ya existe. Sin embargo, ni la inventada oposición leal, ni la retórica antinorteamericana, patriotera y nacionalista de Espacio Laical, López-Levy, Chaguaceda et. al., tienen la más mínima posibilidad de prender en un pueblo que no le interesa la soberanía del [jefe de] Estado en una época transnacional, mucho menos el socialismo en cualquiera de sus variantes, sino el sagrado concepto de libertades individuales, único capaz de hacer culto a la dignidad plena del hombre real y concreto.

Del panorama opositor

Guillermo Fariñas ha sorprendido con unas extravagantes declaraciones en el exterior según las cuales dos facciones pugnarían por el poder dentro del generalato cubano. La primera encabezada por el General de cuerpo de ejército Álvaro López Miera; la segunda, por el General de división Antonio Enrique Lussón. Supuestamente, los seguidores de Lussón tendrían las manos manchadas de sangre, según el dato descalificador de Coco Fariñas. Es difícil dar crédito a semejante escenario, aunque sea por el solo hecho que corre parejamente la leyenda acerca de las FAR como la inmaculada institución que ha permanecido ajena a los hechos sangrientos, de los cuales se culpa exclusivamente al MININT. Por otra parte, hay que decir que la sangre está igualmente repartida entre las manos de todos los altos mandos del Ejército y del Ministerio del Interior. Sin órdenes que provengan de la cúpula no hay ejecuciones de ningún tipo. Y esa cúpula militar está compuesta, ante todo, por los Generales de Cuerpo de Ejército y los más sobresalientes Generales de División, entre los cuales ―dicho sea de paso― no está el octogenario Antonio Enrique Lussón Battle. No siendo Lussón de los pesos pesados del generalato cubano, no parece creíble que pueda encabezar una facción capaz de hacerle oposición a Álvaro López Miera.

Fariñas también ha declarado ―al recoger el Premio Sájarov― y refiriéndose ya a la oposición, lo siguiente:

«Nosotros somos el cambio».

Esta afirmación proviene de la convicción de la oposición interna de representar «el poder de un pueblo que no se resigna a vivir sin libertad». Pero la realidad es bien distinta de los anhelos del emblemático disidente. En la Isla sigue latente un vacío entre el cubano de a pie y la oposición. Tampoco logra conectar esta última con el importante sector profesional, particularmente con el gremio de los académicos e intelectuales. La carencia de ideas es crónica entre los opositores y el bajo nivel cultural parece ser predominante en su membresía, lo cual la hace prescindible ante un sector tan necesario para la transición hacia la democracia. Los intelectuales cubanos no por ser oficialistas están con el régimen y, al propio tiempo, no creen que la oposición interna les pueda dar lecciones en ningún sentido.

La misma situación podría extenderse a círculos más amplios. El verdadero factor de cambio en Cuba ―o, si se prefiere, el verdadero potencial pro transición― no está en la oposición, sino en la floreciente clase media y en el todavía incipiente entramado de la sociedad civil. Hay que reconocer que la clase media cubana, a la que han escalado recientemente parte de los llamados cuentapropistas, no ha conectado con la oposición no solo por temor a la represión, sino porque no lo ha creído necesario para entender la realidad política del país, tampoco para trazarse una estrategia de supervivencia. Desde esta perspectiva, se siente intelectualmente superior y políticamente más enfocada que los “defensores de los derechos humanos”. Esta realidad podría modificarse a medida que se vaya acercando el inevitable fin del régimen, pero la tendencia sería en todo caso a cambiar el sistema desde dentro, no solo con la pretensión de conservar el estatus sino también de palear las consecuencias que acarrearía tan dilatado compromiso con la dictadura. Así, pues, sin tejido social y una masa crítica verdaderamente influyente, no se adelantará un paso por la vía de la transición. Es justamente la clase media la que inclinará la balanza a favor del gobierno o de la  oposición. Así, pues, quien atraiga su atención sacará la mejor parte de esta puja política.

Una de las grandes carencias de la actividad opositora en Cuba, se sabe,  es la unidad. Sin embargo, se ha tratado este asunto de una manera ingenua, casi escolar. Es una obviedad pedirle unidad a uno o varios grupos que luchan por un interés común y la sola unidad, se puede estar seguro, no resolverá el problema. De hecho puede empeorarlo, toda vez que una oposición unida resulta más vulnerable a los mecanismos de control y represión. La unidad de objetivo es necesaria a los efectos de un programa de gobierno y para la gobernabilidad misma. Pero no debe confundirse con las fusiones, que suelen ser peligrosas cuando no hay las garantías democráticas mínimas. En condiciones de totalitarismo, la oposición debe antes bien diversificarse hasta el punto de resultar incontrolable. Así, pues, el problema es más bien hegeliano: ante una unidad monolítica y la falta de objetivo lo que se necesita es la unidad en la diversidad, es decir, una unidad concreta. Es a través de la diversidad de proyectos opositores que se puede llegar a la unidad de acción y no a la inversa.

El otro problema grave es el del liderazgo. A todos se nos hace claro que no necesitamos caudillos, pero queremos verdaderos líderes. En mi opinión, la idea de trabajar en equipo parece ser la más recomendable en estos casos. Un equipo de trabajo es siempre un terreno fértil del que pudiera brotar un líder, pero nunca un caudillo (que se alimenta de las carencias de la “masa”, generalmente un conglomerado amorfo intelectual y materialmente ruinoso). En cualquier caso, ante la alternativa caudillo/líder, me inclino por un equipo de trabajo verdaderamente competente.

Del panorama exiliado

El mayor reto de la oposición en la actualidad es, paradójicamente, arreglárselas con una eventual flexibilización de las medidas raulistas. A la pregunta de si la oposición puede, o no, capitalizar los viajes al extranjero que permiten las reformas de las leyes migratorias cubanas hay que contestar afirmativamente. Y no solo puede, sino que tiene que hacerlo. Pero todo ello no es suficiente, la jugada de Raúl al permitir la libertad de movimiento en el país ha puesto la pelota del otro lado de la cancha. ¿Está realmente preparada la oposición interna para asumir cambios de tal magnitud? Es obvio que la lucha ya no es ni será de barricada y que los días épicos de la resistencia interna han quedado atrás. Necesitamos una oposición capaz de tomar las riendas del Estado y liderar el país. ¿Tenemos ese capital humano? ¿Contamos con una estructura de gobernabilidad, un programa, un entramado político y jurídico capaz de llenar el vacío que eventualmente dejaría la nomenklatura unipartidista o necesitamos, a pesar de todo, que el propio Raúl fertilice el terreno de la transición con el empresariado socialista? ¿Puede la oposición en el poder controlar el narcotráfico, las fronteras, la corrupción? Por último,  aunque no menos importante: ¿hay dinero para enfrentar las campañas de los castristas y comunistas en unas eventuales elecciones libres y en una futura revitalización de la economía del país? El futuro de Cuba a mediano plazo ―tanto desde la perspectiva del actual gobierno como de la oposición― está, en muy buena medida, en manos de su exilio. En eso el cubano de a pie no se equivoca. En el imaginario del cubano la solución de todos los problemas vendrá de Miami (como genéricamente caracteriza a la diáspora).

Y este es, a mi modo de ver, el punto de inflexión de la actividad opositora, a saber: cómo se imbrican en lo adelante el exilio y la oposición interna de tal modo que el cambio de mentalidad signifique, ante todo, el fin de la lógica binaria de lo interno y lo externo, de las figuras del “cubano de adentro” y del “cubano de afuera”, para lo cual no es suficiente con reconocer, en un plano discursivo (como también lo hacen los castristas) que no hay diferencias entre nosotros; que somos iguales, etc. Es algo más: somos un solo e indivisible cubano y ese único cubano debe exigir su derecho a ejercer el voto y a influir en el presente y el futuro político de su país no importa en qué lugar del planeta se encuentre o resida. En el propio exilio se oye hablar de los cubanos de la Isla y de los cubanos de Miami, como si el cubano ―aun viviendo en Alaska― no fuera de Cuba. Se trata, para la oposición y el propio exilio, no solo de un problema político, sino conceptual. Antonio Rodiles ha promovido la idea de una sociedad civil transnacional. No decimos que la patria es de todos, lo cual es una declaración de jure; decimos que todos, juntos, hacemos la nación cubana, lo cual es ya una declaración de facto. Las condiciones están dadas. El exilio y la diáspora toda deben entrar al ruedo a discutir los problemas del país; deben exigir su participación no solo por una cuestión de derecho, sino porque su dinero cuenta y porque tienen dentro de la Isla la fuerza moral que una oposición y una disidencia pálidas, pero persistentes, «les ganaron de pie».

Así, pues, el problema de la oposición interna es hoy el problema de la transición a la democracia, pero de una transición que solo es posible si involucra a todos los cubanos (es decir, al cubano a secas, viva donde viva). Y en este sentido es bueno ir deshaciendo un prejuicio que viene dominando las mentes de los cubanos anticastristas de todas las épocas: la anhelada unidad de la oposición es una pobre estrategia, quien debe unirse ―en torno a un objetivo común y no ya fundiéndose al estilo corporativo― es el exilio en tanto la oposición se diversifica porque, al fin y al cabo, quien protagonizará los cambios será la clase media de la Isla, mientras exilio y oposición ―articulados transnacionalmente― deben pujar por capitalizar ese sector y porque su representatividad, en unas eventuales elecciones libres, sea reconocida. De vital importancia es, por consiguiente, que los opositores se preocupen por conectar los sectores críticos y contestatarios de los profesionales (científicos, médicos, profesores universitarios, intelectuales, artistas) con el cubano de a pie y con la propia disidencia. Este será el escenario más probable en términos de expansión de la sociedad civil y del correlativo constreñimiento del Estado totalitario. Estemos, pues, alertas para no confundir sucesión con transición; aprendamos a vernos a nosotros mismos como cubanos a secas y exijamos los plenos derechos políticos más allá del “dentro” y del “fuera”; admitamos que para la transición es tan necesario el capital humano disperso por las instituciones del Estado como el dinero, las habilidades y el conocimiento de aquellos que han tenido que crecer lejos ―aunque no fuera― de su patria.

14 de agosto de 2013