Decretos para el desastre Imprimir
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Viernes, 15 de Octubre de 2010 12:12

Por VICENTE ECHERRI

El 13 de octubre de 1960, hace exactamente medio siglo en el momento en que esto escribo, se promulgaron en Cuba las leyes Nos. 890 y 891 mediante las cuales el Estado revolucionario --arguyendo utilidad pública e interés nacional-- expropiaba forzosamente todas las grandes empresas industriales, comerciales y bancarias del país. Poco más de un año antes, con la primera ley de reforma agraria, se habían ``nacionalizado'' las haciendas y, ya en 1960, la Ley No. 851 del 16 de julio legalizaba la incautación de las principales compañías norteamericanas. Las leyes de octubre, que afectaban fundamentalmente a personas y entidades nacionales, venían a culminar la incautación masiva de la gran propiedad. A partir de entonces, el medro legítimo, motor de cualquier sociedad sana, habría de ser en Cuba una ficción.

Aunque Castro no llevaba dos años en el poder y aún no había declarado oficialmente el ``carácter socialista de la revolución'', los decretos del Consejo de Ministros (que usurpaba las funciones del poder legislativo) mostraban un inconfundible sesgo totalitario, al tiempo que inauguraban la ruina de la economía cubana: un proceso de depauperación que, sin solución de continuidad y con acentuado declive, llega hasta el día de hoy. Si quisiera precisarse el momento exacto del quiebre de esa economía --que había mostrado un cierto índice de pujanza en la década que antecede a la revolución--, tendríamos que apuntar a ese 13 de octubre en que un despotismo entusiasta termina de apoderarse de los grandes bienes del país y, en respuesta a ello, los empresarios --sin los cuales no puede funcionar la economía-- hacen sus maletas y se van. Todo lo que vino después fue secuela.

El castrismo se ha esforzado a lo largo de todo este tiempo en querer demostrar que la nacionalización masiva de las grandes empresas (después le tocaría su turno a las medianas y a las pequeñas, a las cuales la propia ley 890 prometía amparar) era un acto de soberanía respaldado por el derecho internacional y, en ese empeño, llega incluso a citar un fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos de 1964 (Banco Nacional de Cuba vs Sabbatino) en que la máxima instancia judicial norteamericana parece favorecer a Cuba en base a la doctrina del ``acto de Estado''. Si bien el derecho internacional reconoce la prerrogativa de un Estado soberano de confiscar propiedades (extranjeras y nacionales) para fines de utilidad pública, esto siempre se contempla --y es así de sentido común-- como una medida excepcional y en casos particulares. La sola idea de que un Estado pueda confiscar la totalidad de las empresas que medran en su territorio (a la que, por el contrario, es su obligación proteger) y pretenda justificarlo como un acto ajustado a derecho es una grosera aberración legal, aberración que el régimen de Castro ha tenido la desfachatez de defender.

Pero si la libertad de las personas (y no sólo de las que se vieron directamente afectadas por estos abusivos decretos) sufrió un profundo menoscabo con las confiscaciones de hace 50 años, el perjuicio mayor recaería sobre la economía. Al decapitar a toda una clase empresarial --una de las más inteligentes e industriosas de América Latina-- y sustituirla por gerentes improvisados e ineptos (entre los que se destacaba el Che Guevara, acaso el líder de más probada ineptitud de cuantos produjo la revolución castrista), el comunismo cubano cometió un error capital que, por otra parte, al igual que el escorpión de la fábula, no podía dejar de cometer porque estaba en su naturaleza. Y, tal como ha sucedido dondequiera que se haya ensayado este sistema, el resultado fue estancamiento, ineficiencia, bajo rendimiento o cese absoluto de la producción, burocracia, ausentismo laboral, creciente deterioro de la calidad de productos y servicios y, finalmente, quiebra.

A la distancia de medio siglo, el panorama de la economía cubana es desolador. De las empresas que aparecieron listadas en el número de la Gaceta Oficial del 13 de octubre de 1960 como objeto de la rapiña oficial, la mayoría no existe y las pocas sobrevivientes son unos fantasmas haraposos. Cuba está infinitamente más pobre y endeudada de lo que se encontraba entonces, con una población que vive en condiciones mucho peores --peor alimentada y peor vestida--, reducida casi a niveles de subsistencia, con uno de los índices salariales más bajos del mundo y víctima de un pavoroso déficit de viviendas; un país donde todo está podrido o en vías de corromperse: casas y empresas, instituciones y personas, moral y medio ambiente, y del cual ha desertado la esperanza.

Cuando se habla de la catástrofe del castrismo --y se apuntan las causas de su fracaso-- es pertinente insistir en que no pudo haber sido de otra manera, porque sin libertad de lucro y sin una clase empresarial ninguna economía es viable. En ese contexto, el embargo comercial de Estados Unidos puede haber hecho alguna mella en la economía cubana, pero resulta insignificante si se le compara con la agresión directa generada por la acción estatal que tiene sus hitos en estas expropiaciones masivas de octubre de 1960 y en las de los meses que le anteceden, cuando unos aprendices de brujo, empeñados en un proyecto absurdo, se adueñaron con codiciosa arrogancia de lo que nunca aprenderían a manejar.



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