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Escrito por Indicado en la materia   
Domingo, 14 de Junio de 2020 23:26

Una estatua de Cristobal Colón, decapitada en Boston, EEUU.

Por MIGUEL SALES.- 

En defensa de Churchill, de Colón, y de las figuras insignes cuyas estatuas son derribadas hoy por grupos de manifestantes ignorantes.

En la estela de las protestas desencadenadas por la muerte de George Floyd en Minneapolis el pasado mes de mayo, grupos de manifestantes han pintarrajeado, derribado y decapitado estatuas de figuras históricas insignes en diversas ciudades de Europa y Estados Unidos. Más que protestar por los abusos, estos nuevos iconoclastas tratan de borrar la historia y abolir los usos. Se cumple así el conocido apotegma de Ortega y Gasset sobre el espíritu revolucionario, porque a veces la naturaleza imita al arte.

El pretexto de estos ataques vandálicos es que los próceres que los ayuntamientos o los gobiernos nacionales decidieron honrar en el pasado eran racistas, misóginos, autoritarios o poco ecológicos. De nada vale que además hayan realizado aportes considerables a la civilización, porque de eso mismo se trata, de desacralizar y abatir los símbolos de la cultura occidental, blanca, anglosajona y protestante, esa que los radicales de izquierda abrevian como cultura WASP (por sus siglas en inglés).  Para ellos, Winston Churchill fue un eximio representante de ese establishment que tanto detestan, como también lo fue el genovés Cristóbal Colón, que como todo el mundo sabe era blanco, anglosajón, protestante y catalán, por más señas.

El caso de Churchill es el que mejor ilustra el gran sentido histórico de sus detractores y el grado de coraje cívico que hoy muestran las autoridades occidentales que deberían salir en defensa de su memoria. De conformidad con las ideas de su tiempo y su clase social, Churchill no era gran admirador de otras razas, detestaba a los musulmanes y los africanos, y criticó públicamente a Gandhi llamándolo "faquir semidesnudo". Tampoco era demasiado tierno con las señoras, al menos con algunas de ellas. Es conocida su aversión hacia Lady Astor, la primera mujer que ocupó un escaño en el Parlamento inglés, famosa tanto por su belleza como por su agudo ingenio. "Si Ud. fuera mi marido", le dijo la dama en una ocasión, "le podría veneno en el té". A lo que Churchill replicó sin pestañear: "si Ud. fuera mi esposa, yo me lo bebería".

Pero por muchas sombras y errores que hoy puedan atribuirse al noble inglés, Churchill fue uno de los mayores estadistas del siglo XX y desempeñó un papel histórico tan importante en la Segunda Guerra Mundial que resulta difícil evocarlo sin caer en el ditirambo.

Hoy en día poca gente tiene una idea exacta de la situación de Europa y el mundo en mayo/junio de 1940. Las tropas alemanas acababan de derrotar al ejército francés y habían ocupado la mitad norte del país. Adolf Hitler, tras haberse apoderado de Austria, Checoslovaquia, media Polonia, Dinamarca, Noruega, los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, se sentía cómodamente protegido en el Este por los ejércitos de su aliado, Josef Stalin, que había invadido la otra mitad de Polonia, Estonia, Letonia y Lituania, Besarabia y Bucovina (lo que es hoy Moldavia) y trataba de conquistar Finlandia. El pacto germano-soviético, firmado en agosto de 1939, había funcionado con minuciosa precisión y ambos dictadores parecían a punto de repartirse el Viejo Mundo. Y para más seguridad del dúo Hitler-Stalin, Mussolini declaró la guerra a los ingleses a principios de junio, deslumbrado por la eficacia de la maquinaria bélica nazi. Estados Unidos todavía se mantenía neutral, en medio de una fuerte corriente aislacionista, que pretendía evitar la entrada del país en el conflicto europeo.

Pocas semanas después, se iniciaba la ofensiva con la que los alemanes prepararían la inminente invasión de las islas británicas, la Operación León Marino, primera etapa de lo que el mismo Churchill bautizó como la Batalla de Inglaterra.

En Londres imperaba el derrotismo. Los ingleses sabían que sus fuerzas terrestres no podrían resistir ni una semana, si las divisiones alemanas lograban desembarcar en las islas. La Royal Navy y un puñado de jóvenes aviadores eran la última barrera que protegía a todo lo que quedaba de democracia en Europa. Ante la barbarie nazi/comunista, Gran Bretaña era el último reducto de la libertad, los derechos humanos y la decencia. Pero nadie estaba seguro de que la armada y la fuerza aérea pudieran evitar la invasión. Gran parte de la clase política, que tan inepta y apaciguadora se había mostrado ante la expansión del nazifascismo y el comunismo, era partidaria de firmar un armisticio con Alemania. En ese momento decisivo para el Imperio Británico y para el mundo entero, llegó Churchill al poder.

El nuevo Primer Ministro tenía 65 años de edad y una carrera política irregular, en la que algunos logros dudosos estaban empañados por errores extraordinarios, como la fracasada invasión de Galípoli, en la Primera Guerra Mundial, cuando dirigía el Almirantazgo. Pero era también el estadista que desde 1933 había comprendido el peligro que representaba la nueva Alemania de Hitler y había advertido reiteradamente de las consecuencias que su estrategia tendría para Europa y para el planeta. Y no solo era un político de ideas claras y un magnífico orador, era también y sobre todo un hombre de férrea voluntad, un soldado que había vivido la guerra en primera línea y era capaz de inspirar y guiar a un pueblo que había emprendido una lucha a vida o muerte por su libertad, sus valores y la supervivencia misma de la civilización occidental.

Diecinueve largos meses, entre la retirada de Dunquerque en mayo de 1940 y la entrada de Estados Unidos en la guerra, en diciembre de 1941, lucharon los isleños ese solitario combate, que solo se atenuó un tanto a partir de la ruptura de la alianza entre Hitler y Stalin en junio de este último año. Ni los bombardeos, ni los reveses en los distintos frentes de batalla, ni el hambre y las penalidades, lograron quebrantar la voluntad de resistencia de Churchill y del pueblo británico. La humanidad contrajo entonces una deuda de gratitud impagable, porque la capitulación del Imperio en la primavera de 1940 habría cambiado radicalmente la historia mundial y no precisamente para mejor.

Ahora una horda de ignorantes se permite mancillar la efigie del gran estadista, que encarnó como nadie la lucha por la libertad y la decencia humana. Pero su analfabetismo histórico no les absuelve del delito de vandalismo ni de la agresión a la memoria y los valores de Occidente, pues de eso se trata.

Esos iconoclastas son los mismos que decapitan las estatuas de Cristóbal Colón en Estados Unidos. Los revolucionarios son grandes aficionados al degüello, ya sea simbólico o real, y la mezcla de la ignorancia con el afán degollador suele ser muy dañina, tanto para el pescuezo de ciertos notables como para la estética urbana. Durante la Revolución Francesa, no satisfechos con las ejecuciones que perpetraban en la que luego se llamaría Plaza de la Concordia, donde la guillotina funcionaba sin descanso, las turbas decapitaron las estatuas de los míticos reyes de Judá que ornaban la fachada de Notre-Dame y arrojaron las cabezas al Sena. Creían que esas obras de arte representaban a los reyes de la dinastía capetiana.

Por la misma regla de tres, los antifas con antifaz degüellan hoy las estatuas del Descubridor de América (eso del "encuentro entre dos mundos" es una patraña del progresismo, como si los aztecas hubieran zarpado en canoas para descubrir Europa y se hubieran tropezado con la Pinta, la Niña y la Santa María en medio del Atlántico).

Colón realizó una hazaña sin precedentes, que cambió la historia universal. Pero no la cambió en el sentido que a los nuevos iconoclastas les habría gustado. No fue feminista, ni ecologista ni partidario de la inmigración irrestricta, y mucho menos del "ingreso mínimo vital". Y como escribió hace poco uno de sus esclarecidos impugnadores, es culpable de "haber inventado el colonialismo", que sin duda se llamó así en honor a su apellido.

DIARIO DE CUBA

Última actualización el Domingo, 21 de Junio de 2020 00:05
 

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